El último cavernícola está preocupado
Enrique Alejandro Reynaud Garza
Me presento: soy “Urk” el cavernícola. Sí, de esos que ustedes imaginan con garrote y taparrabo, pero dotado de la inmortalidad (Figura 1). Soy, hasta donde sé, el único humano inmortal que existe y el último cavernícola. He visto pasar miles de años, civilizaciones enteras, inventos que cambiaron al mundo. Créanme, sé perfectamente lo que significa vivir sin ciencia.

Figura 1. Urk, el último cavernícola.
Porque cuando yo era joven —bueno, joven hace unas cuantas decenas de milenios— la vida era corta, sucia y peligrosa. Nuestras casas eran cuevas húmedas donde el humo de la fogata nos quemaba los ojos. El agua que bebíamos a veces venía con más bichos que peces. Y la comida… ¡ah, la comida! Un pedazo de carne cruda podía ser la cena de un día y la causa de tu muerte al siguiente. Nadie entendía de microbios, de higiene, ni de salud pública.
Recuerdo que un simple raspón en la pierna podía pudrirse y matarte en pocos días. Un parto era casi una sentencia de muerte para muchas mujeres. Y las enfermedades corrían como el fuego: sarampión, viruela, cólera, parásitos (todos estábamos piojosos y lombricientos), todas eran invitadas frecuentes en la gran fiesta de la muerte. La esperanza de vida era tan corta que, si llegabas a los treinta, ya eras considerado un anciano.
Por eso, cada vez que vi aparecer un descubrimiento científico, me emocioné. El agua hervida, la leche pasteurizada, la cloración y fluoración del agua, las vacunas… cada uno de esos inventos fue como ponerle un candado a la puerta por donde antes se nos colaban los demonios invisibles.
Y ahora, después de haber sobrevivido tanto, ¿pueden creer que estoy preocupado? Lo estoy, porque veo cómo ustedes, los modernos, empiezan a dudar de estas maravillas. Creen rumores, memes y fake news (noticias falsas) que les dicen que las vacunas son malas, que el flúor en el agua es veneno, o que la leche sin pasteurizar es más “natural”. Y yo, que sé lo que era morir a montones por enfermedades que hoy se previenen fácilmente, no puedo dejar de pensar: si siguen por ese camino, van a regresar a mi mundo, al mundo de las cavernas.
Los primeros logros de la ciencia
Después de tantos siglos viendo morir a mi gente por tonterías como beber agua sucia o comer carne podrida, debo decir que los primeros logros de la ciencia me parecieron pura magia. Y no, no hablo de magia de chamanes que agitaban huesos y decían palabras raras; hablo de magia real, de esa que funciona siempre que la repites porque está basada en pruebas y experimentos.
El primer truco que me sorprendió fue algo tan sencillo como hervir el agua. Ustedes lo dan por hecho, pero yo vi generaciones enteras que se enfermaban de diarrea mortal sólo por tomar agua de río. Con hervirla, de pronto, los niños dejaron de morir como moscas. Imagínense lo que sentí: después de milenios de sufrimiento, el remedio estaba en una olla.
Luego llegó un científico que se llamaba Louis Pasteur con otra idea brillante: calentar la leche para matar a los microbios. ¡La leche! Esa bebida que antes traía escondidos ejércitos de bacterias que enfermaban a todos. Gracias a la pasteurización, la leche dejó de ser un veneno disfrazado y se volvió un alimento seguro. Yo no podía creer que calentar un líquido pudiera salvar tantas vidas (Figura 2).

Figura 2. El origen de los microorganismos. Ilustración de Alfonso Rosso.
Más tarde, los humanos aprendieron a ponerle cloro y flúor al agua. El cloro mantuvo alejadas a las bacterias asesinas y el flúor cuidó los dientes de millones de niños. Sí, ya sé, suena aburrido… pero si hubieras visto la cantidad de muelas podridas que acompañaban y torturaban a mis amigos cavernícolas, entenderías por qué yo quería besar a los científicos que lo descubrieron y que en general, tienen buena dentadura porque se lavan los dientes con pasta de dientes con flúor.
Y claro, lo más increíble: las vacunas. Ustedes no dimensionan lo que era la viruela: ampollas, fiebre, muerte segura en cuestión de días para pueblos enteros. Yo vi reinos desaparecer por esa enfermedad. Y de pronto, gracias a Edward Jenner (Figura 3), un médico testarudo, que inventó la vacunación y como consecuencia, en un par de siglos (un parpadeo desde mi punto de vista como cavernícola), ¡la viruela desapareció de la faz de la Tierra! Para mí fue como ver a un monstruo gigante derribado por una simple aguja.

Figura 3. Edward Jenner realizando su primera vacunación en James Phipps, un niño de 8 años.
Cada uno de estos logros fue un ladrillo más en el muro que la humanidad construyó contra las enfermedades. Un muro que convirtió cuevas en ciudades, que permitió que ustedes vivan ochenta años en vez de treinta. Un muro que, para mí, fue tan asombroso como ver la primera chispa de fuego.
El nacimiento de la salud pública moderna
Después de ver tantos inventos que salvaron vidas, empecé a notar que los humanos habían descubierto algo todavía más poderoso que hervir agua o poner vacunas: habían inventado la salud pública.
¿Y qué es eso? Pues no es un hospital enorme ni una medicina milagrosa. La salud pública es más bien como un policía invisible contra las enfermedades que cuida a toda la sociedad. No se enfoca en curar a uno, sino en proteger a todos.
Yo la vi nacer poco a poco. Al principio eran solo médicos observando patrones: “Oye, cada vez que alguien bebe agua de ese pozo, se enferma todo el barrio”. Luego vino la idea de que había que vigilar las enfermedades, llevar registros, contar casos. Así surgieron los epidemiólogos, que para mí son como cazadores de fantasmas, pero en vez de espíritus, rastrean microbios.
La salud pública también inventó algo que me parece genial: el escudo colectivo. Cuando muchos se vacunan, incluso los que no pueden vacunarse quedan protegidos, porque el microbio no encuentra a quién atacar. Yo lo vi funcionar: sarampión, polio, rabia, viruela, influenza, neumococo, COVID, etcétera, etcétera, etcétera… enemigos enormes que, cuando la gente trabajó en equipo, fueron arrinconados o derrotados.
Gracias a la salud pública, la humanidad pasó de vivir treinta años en cuevas a vivir ochenta en ciudades. Pasó de temerle a un vaso de agua a confiar en abrir la llave de la cocina. Pasó de ver morir a la mitad de los niños antes de cumplir cinco años a verlos crecer sanos y llegar a la universidad.
Eso, para mí, fue un milagro mayor que descubrir el fuego. El fuego calentó mi cueva, pero la salud pública mejoró el futuro de toda la humanidad.
La desinformación y la desconfianza
Y justo cuando pensé que ya podía relajarme, que los humanos habían aprendido la lección, empezó a pasar algo extraño. No fue una nueva peste ni un monstruo salido de la selva. Fue algo peor: la desinformación.
De pronto, vi que muchos comenzaron a desconfiar de los mismos inventos que les salvaron la vida. En vez de agradecer a la ciencia, prefirieron creer en rumores, en cadenas de WhatsApp y en videos de dudosa calidad.
Unos decían: “El Tylenol (acetaminofén) causa autismo”. Yo que los escuchaba, me agarraba la cabeza: ¡falso! Otros aseguraban: “Las vacunas hacen más daño que bien”. Y yo pensaba: ¡si no fuera por las vacunas, ya estarían enterrando a la mitad de sus hijos!
También escuché cosas como: “El flúor en el agua es veneno”. Y me acordaba de cuando todos mis amigos cavernícolas perdían los dientes antes de los veinte años. El flúor, lejos de ser un veneno, es un escudo contra la caries.
Y no hablemos de la leche. Algunos empezaron a decir: “La leche cruda es más sana que la pasteurizada”. Yo tuve que reír para no llorar: la leche cruda era prácticamente una ruleta rusa de bacterias. La pasteurización fue lo que transformó a la leche en un alimento seguro para millones.
Lo peor es que estas ideas no se quedan en la charla de la sobremesa. Se convierten en movimientos enteros que convencen a miles de personas de rechazar vacunas, de desconfiar de los médicos, de ignorar las políticas de salud pública. Y eso, jóvenes, es como quitarle ladrillos al muro que tanto costó construir.
Antes, el enemigo era la peste. Ahora, el enemigo es un meme mal hecho que se comparte millones de veces.
Políticos y líderes que echan leña al fuego
Como si no fuera suficiente con los rumores de pasillo y los memes, resulta que algunos de los líderes más poderosos empezaron a repetir esas ideas. Y créanme, cuando un político famoso dice algo, aunque sea absurdo, mucha gente lo toma como verdad.
Yo escuché a un presidente de Estados Unidos decir que las vacunas estaban ligadas al autismo y que incluso el Tylenol podía ser peligroso (Figura 4). ¡Imagínense! Palabras así, saliendo de la boca de alguien con tanto poder, pesan más que mil médicos tratando de explicar la verdad.
Y no es el único. Otro personaje muy influyente, Robert Kennedy Jr., sobrino de un expresidente de Estados Unidos muy querido, se ha pasado años sembrando dudas sobre las vacunas, la fluoruración del agua e incluso defendiendo la leche cruda. Cuando lo escuché, pensé: “Si Kennedy hubiera vivido solo una semana en mi época, con diarreas mortales y dientes cayéndose a montones, ¡le daría un abrazo al flúor, al cloro y a Pasteur juntos!”.
El problema no es solo lo que dicen, sino lo que hacen. Porque con sus cargos tienen la capacidad de desviar la atención pública en medio de una pandemia, de recortar presupuestos, y de debilitar instituciones como el CDC, que es el centro que vigila las enfermedades en Estados Unidos. El CDC era el orgullo del sistema de salud pública de ese país y del cual depende directa o indirectamente prácticamente toda la vigilancia epidemiológica del mundo. Yo vi cómo datos importantes dejaron de fluir, cómo laboratorios quedaron sin apoyo, cómo miles de expertos que dedicaron su vida a protegernos se sintieron ignorados o incluso atacados.
Y ahí está el verdadero peligro: no se trata solo de palabras, se trata de políticas que desmantelan la infraestructura de salud pública. Es como si después de construir un puente sólido para cruzar el río, de repente alguien en el poder empezara a quitarle piedras porque “algunos dicen que el puente no es natural”.
Yo, que crucé ríos infestados de cocodrilos, sé que ese puente es lo único que mantiene con vida a centenares de millones de personas. Y ver a líderes desmantelando al puente me preocupa más que cualquier tigre dientes de sable que haya enfrentado.
Lo que está en riesgo
A veces me preguntan: “Urk, ¿de verdad es tan grave que la gente dude de la ciencia?”. Y yo respiro profundo, porque la respuesta es un rotundo sí. No estamos hablando de un simple debate en redes sociales; lo que está en juego es el futuro mismo de la salud pública.
Primero, está la infraestructura física. Los hospitales, los laboratorios, las redes de vigilancia epidemiológica… todo eso es como el sistema nervioso de una ciudad moderna. Si se recortan presupuestos o se desprestigian las instituciones, esas redes se debilitan. Y cuando llegue la próxima pandemia —porque siempre llega—, estaremos menos preparados, más ciegos y más vulnerables.
Segundo, está el savoir-faire, ese conocimiento práctico que no se aprende en un libro, sino en la experiencia acumulada de miles de médicos, enfermeras, epidemiólogos y laboratoristas. Esa sabiduría se transmite de generación en generación, como antes yo enseñaba a mi tribu cuáles cuevas eran seguras para pasar el invierno. Si se desprecia o se interrumpe, se pierde, y reconstruirla puede llevar décadas enteras.
Tercero, está la confianza de la sociedad. De nada sirve tener vacunas, agua limpia y medicinas si la gente no confía en ellas. Si las personas prefieren creer en rumores antes que en los expertos, es como si alguien te regalara un paraguas y tú decidieras salir a la tormenta sin abrirlo.
¿Y qué pasa si dejamos que todo esto se derrumbe? Les diré lo que yo ya viví: el regreso de enfermedades que creíamos controladas. El sarampión vuelve, la polio acecha, la rabia persigue y nuevos virus encuentran campo libre para expandirse. Si seguimos como vamos, vamos a regresar a los tiempos en los que enterrar a un niño era tan común como encender una fogata.
Eso es lo que está en riesgo. No solo máquinas y edificios, sino la memoria colectiva de cómo enfrentamos las peores amenazas invisibles. Y si ustedes permiten que esa memoria se pierda, el precio será altísimo: no solo vidas, sino el futuro mismo que tanto costó construir.
Mensaje final del último cavernícola
Después de miles de años mirando a la humanidad avanzar, jamás pensé que llegaría el día en que yo, un viejo cavernícola, tuviera que advertirles que están caminando hacia atrás. He visto pestes que borraron aldeas enteras, he visto madres llorar porque un simple vaso de agua contaminada les robaba a sus hijos, he visto pueblos caer porque no sabían cómo defenderse de un microbio invisible.
Y ahora los veo a ustedes, rodeados de descubrimientos que salvaron millones de vidas y de herramientas que costaron siglos de esfuerzo, más herramientas que nunca en la historia de la humanidad para resolver los problemas que nos acechan (tanto de salud como ambientales); y ahora, estoy aterrado porque parece que están dispuestos a perderlo todo por creer en rumores, en fake news, en discursos políticos que suenan bonitos, pero que esconden veneno. Si esa tendencia continúa, lo que viene no es un futuro brillante: es un regreso a la oscuridad. Una tragedia tan grande como volver a las cavernas después de haber construido ciudades.
Por eso, mi mensaje es claro: no lo permitan. Ni ustedes, ni sus familias, ni sus amigos. No permitan que se desmantele el sistema de salud pública. Ese sistema es el fruto de siglos de prueba y error, de dolor y aprendizaje. Es un tesoro que no podemos dar por sentado y que no podemos darnos el lujo de desperdiciar.
¿Y qué pueden hacer? Informarse. Aprender a distinguir entre la ciencia y la mentira disfrazada de verdad. No se trata de memorizar fórmulas complicadas, sino de tener la curiosidad y el escepticismo suficientes para preguntar: ¿quién lo dice?, ¿en qué se basa?, ¿qué pruebas tiene?
El gran Carl Sagan lo explicó mejor que nadie: el método científico (Figura 5) es la mejor herramienta que tenemos para no dejarnos engañar. Úsenlo no solo en un laboratorio, sino en la vida diaria: cuando lean una noticia, cuando vean un video viral, cuando escuchen una promesa política. Pregúntense siempre: ¿esto es verdad o es solo humo?

Figura 4. Pasos del método científico y Carl Sagan (astrónomo, astrofísico, cosmólogo, astrobiólogo, escritor y divulgador científico estadounidense). Imagen modificada de Carl Sagan Institute.
Jóvenes, ustedes son los herederos de todo este conocimiento. Son la generación que puede decidir si seguimos avanzando o si tiramos por la borda lo que costó tanto construir. No dejen que les vendan mentiras como si fueran verdades. No permitan que el miedo o la ignorancia los arrastren hacia un pasado del que yo sé demasiado.
El último cavernícola está preocupado, sí. Pero también tiene esperanza. Esperanza en que ustedes, con su energía, su curiosidad y su deseo de un mundo mejor, elijan la ciencia, la razón y la solidaridad. Porque solo así garantizaremos que el futuro no se parezca a mi pasado.
Lecturas recomendadas
- Reed, J. (2025, Julio 8). Desde “alarmista” hasta “revolucionario”: la polémica por el plan de Robert F. Kennedy Jr. para “volver a EE.UU. más saludable.” BBC News Mundo. https://www.bbc.com/mundo/articles/c628nze7mp5o
- Benn C. y Aaaby P. (2023). Measles vaccination and reduced child mortality: Prevention of immune amnesia or beneficial non-specific effects of measles vaccine? Journal of Infection (87:4). El artículo aborda cómo la vacuna del sarampión reduce la mortalidad de los niños no solo de sarampión sino de otras enfermedades, porque no les da la amnesia inmunológica que el sarampión puede causar. DOI: 10.1016/j.jinf.2023.07.010
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Acerca de los autores
Enrique Reynaud es investigador del Instituto de Biotecnología de la UNAM. Cursó toda su educación superior en la UNAM; es Lic. en Investigación Biomédica Básica, Maestro en Biotecnología y Dr. en Investigación Biomédica Básica. Posteriormente hizo un postdoctorado en Genética del comportamiento en la Universidad de Stanford con el Dr. Bruce Baker con una beca de Fellow in Biomedical Sciences de la PEW Charitable trust. Ha formado cuatro doctores, doce maestros en ciencias y ha dirigido 12 tesis de licenciatura. Fungió como presidente del comité de Bioética del Instituto de Biotecnología por cinco años. Actualmente hace investigaciones de Neurobiología del Desarrollo en la mosca de la fruta Drosophila melanogaster utilizándola para estudiar el desarrollo del sistema nervioso y enfermedades neurodegenerativas tales como el mal de Parkinson.
Contacto: enrique.reynaud@ibt.unam.mx